Sus ojos brillaban orgullosos aquel
lunes, en el aeropuerto, poco antes de partir.
Estábamos ambos nerviosos, y las
múltiples sonrisas que intentaban ser tranquilizadoras, no hacían sino tensar
más los lazos de angustia que oprimían nuestras gargantas.
Me aferré a sus fuertes brazos y su aroma
envolvente me hizo olvidar momentáneamente las preocupaciones sentidas. La
fuerza que necesitaba para afrontar el adiós vino enérgica al escuchar mi
nombre de sus labios. Sus manos se enredaron en mis cabellos, acariciándolos
con suavidad, mientras me perdía en sus fascinantes ojos turquesas. Las bocas
tan cercanas hablaban amor, y nuestros alientos se buscaban con desespero, entrelazándose
al pronunciar un ‘’te quiero’’ lleno de sonrisas.
El aviso de sus superiores hizo que las últimas declaraciones románticas salieran
apresuradas, medio ahogadas por el furioso viento del amanecer. Tras un breve
beso en los labios, comenzó a alejarse. Los dorados rayos del Sol le enaltecían
y su sombra se empequeñecía cada vez más. La última imagen de Salvador.
La recordaré con sacudidas en el
combatiente encarcelado del amor que ahoga sus lamentos en latidos,
pensando que mi vida se desvanece y se escapa con él a Lorca.
Sin embargo, el sonido de
sus botas sobre la grava aún martillea mi alma. La conciencia me atormenta,
cruelmente, en forma de horribles pesadillas. Esto era simplemente cobardía
provocada por un mal augurio, que torturarme gustaba con un terrible y certero
pensamiento: ‘‘Jamás beberé nuevamente de su mirar azul’’.
Fui cobarde al no querer suplicar su regreso…me dediqué a
contemplar inmóvil cómo se escapaba de mi vida el hombre al que más he podido
amar. Cómo marchaba a cumplir un destino que eligió y que yo sufro por
consecuencia.
Y es por eso que ahora me hallo contra la pared, sentada, contra
el mundo. Dando largas caladas al cigarrillo. En una triste habitación sin
amueblar, alquilada hace apenas unos días en uno de los barrios más bajos de la
ciudad.
La estancia estaba únicamente iluminada por una luna en cuarto creciente,
que se colaba por una de las dos ventanas. Los cristales y los restos de comida
que se acumulaban en los rincones eran mis únicos compañeros, y si acaso, los
viejos periódicos amontonados en una alfombra raída, que me servía las veces de
cama. Tenía en las manos un pequeño cenicero de porcelana; colmado de
cigarrillos machacados y ceniza que tintaba mis dedos de gris. A los pies de la
puerta cerrada con llave, una caja de pañuelos vacía servía de escondrijo al
capital recibido por el testamento de Salvador.
Él siempre había sido un chico soñador. La gente de su alrededor solía
reírse de los pájaros que tenía en la cabeza. Él prefería llamarlos sueños,
fantasías, ilusiones…Cuando los cumplía era mi marido quien reía; mostrándole
al mundo su característica sonrisa de medio lado.
Sueños productivos pero obsesiones peligrosas…que nadie pudo con
ellas. Ni siquiera al casarnos las olvidó, ni por mí hizo ademán de
abandonarlas. Egoístamente yo quise hacerlas desaparecer. No hablo de otras
mujeres, aunque mi matrimonio no dejaba de ser compartido: la esposa de un comandante
no tiene siempre toda la compañía deseada. A pesar de ello, siempre acepté sus
sueños, porque le amaba, y aunque en múltiples ocasiones me costaba acatarlos,
no podía hacer que renunciara a ellos.
¿Cómo robarle la ilusión a un joven que ya de niño, se probaba
gorritas militares, que cubrían graciosamente sus inocentes ojitos?
Un niño que, desde muy pequeño, pasaba las horas muertas en la
buhardilla, plagada de pequeños tesoros listos para ser descubiertos. Como los
viejos soldaditos de batalla, que constituían su entretenimiento principal. Los
alineaba para hacerlos desfilar sobre la polvorienta tabla de planchar. Rota
por varios lugares, no hacía sino más divertido el ocio al ser aprovechados éstos
como escondites estratégicos. No quedaban lejos su pequeña trompeta de juguete,
con la que aprendía a entonar diferentes himnos militares y canciones de
campamentos; y las medallas viejas regaladas por su abuelo, que contento lucía
en su pecho de infante.
Orgulloso de su linaje y de su país, hubiese sido extraño que
sintiera vocación de médico, abogado o profesor.
Lo peor sin duda eran sus desapariciones intermitentes en misiones
y expediciones, en las cuales sufría sin poder remediarlo. Esta última a Lorca,
socorriendo a los afectados por el terremoto, había ocasionado muchos
sobresaltos a mi cansado corazón, derrumbado cada vez que una mala noticia
salía en los telediarios.
Aún así mantenía la
esperanza, y me deleitaba al pensar en que quizás nuestro amor flote aún en ese
último amanecer que contemplamos juntos. Perdido entre la locura y la
felicidad, allá lejos, donde mueren las estrellas…
Apenas terminé el cigarro y uno nuevo ya había
asomado a los labios. El humo flotaba por la habitación cual niebla artificial,
dándole un aspecto más deprimente a la sala (si aún existía dicha posibilidad).
Era un vicio que me gustaba, aunque ya me estaba pasando factura. El cenicero,
testigo y cementerio de cada uno de ellos, pareció sonreír al escuchar mis pensamientos.
No podía
controlar mis pensamientos persistentes en la idea de que dejé todo, por una
vana esperanza que él me hizo creer. Dejé todo, por perseguir sueños que no me
pertenecían. Dejé todo, y ahora no me quedaba nada.
Y aquí me hallo. Pudriéndome en la cárcel que
supone mi vida. Ya iba siendo hora de aceptar la realidad tantas veces negada.
Sucedió el día de su
marcha. Aquel odioso y maldito 3 de noviembre. Un despertar del sol que vino
cargado de promesas de regreso que no se vieron cumplidas y mi esencia, vida,
alma…fueron arrancadas de cuajo sin piedad.
Al igual que la muerte
arrancó el soplo de aire fresco que era su aliento. Ese aliento que fue
exhalado por última vez en la maniobra de rescate de un edificio ruinoso, viejo
y de cimientos temblorosos.
A pesar de las advertencias de peligrosidad y
omitiendo los gritos que alertaban de la inestabilidad de la construcción; se
internó en la penumbra de la cochambrosa edificación. Seguía ciegamente lo que
su corazón sin juicio le dictaba.
El suelo temblaba bajo
sus pies, pero lejos de emprender la retirada, se dejó llevar por el impulso
abrasador que palpitaba en su pecho y aceleró sus pasos. Recorría con nervio
las escaleras buscando posibles atrapados que las autoridades hubieran pasado
por alto y aguzó el oído al creer
escuchar una voz ahogada por la lejanía. Esa fue su perdición. Cegado por
rescatar al propietario de dicha voz, penetró en la vivienda del segundo piso, tirando
la puerta abajo a pesar de los pequeños escombros que comenzaban a desprenderse
del techo. Cuál fue su sorpresa al no encontrar a nadie en su interior; una
televisión encendida era la causante de los sonidos.
Salvador no fue tan
raudo en su retirada, la muerte corrió más rápida que él y lo atrapó para
siempre en sus brazos.
Me veo aún con los ojos fijados en la televisión,
incapaz de desviar la mirada y sin poder despegarla de la pantalla, aunque mi
alma me gritó que lo hiciera hasta
quedarse afónica. Paralizada estaba, las palabras sin expresión se colaban en
mis oídos, palabras de muerte que mi razón se negaba a interpretar. La fatídica
noticia me llegó a través del telediario, mi Salvador no lo haría nunca más…
Mi enamorado corazón se paralizó unos instantes
al rememorar a mi marido. Puñales de añoranza me atravesaron el pecho, mi alma
tocaron y acabaron por fundirse en espinas que alojadas quedaron en ella.
Respirar se hacía cada vez más difícil. Mis ojos inyectados en sangre y
lágrimas tenían la muerte reflejada en ellos.
Temblando, alargué la mano para atrapar el periódico
más cercano, el más arrugado y al que más temor tenía. A cada página que pasaba
el llanto se intensificaba…nuevamente mi cara quedó marcada por ríos de dolor y
maquillaje corrido.
Contemplé su esquela y mi corazón se olvidó unos
instantes de latir.
Lentamente
deslicé una de mis manos hasta el bolsillo de mi falda y saqué un bolígrafo.
Comencé a escribir en una esquina del papel:
‘’Mi amado comandante, no puedo aceptar tu
partida sin retorno, tantas veces de tus labios prometido. No puedo continuar
resistiendo aquí, abandonada por mantener devoción a un amor imposible…del que
no encuentro correspondencia alguna. Mi amado Salvador, los lazos que nos
mantenían unidos debieron quebrarse en
terrenos murcianos, pues únicamente el desconsuelo y la desgana pueblan mi ser.
Al irte te llevaste mi guardián de latidos, que vida me insuflaba con cada uno
de ellos. Vida que me dabas al estar junto a mí, pues desespero al no
encontrarte y muero ante el deseo de en tu abrazo abandonarme. Me consumo
progresivamente en un vacío infinito. El que dejaron tus ojos al dejar de
mirarme, el que dejaron tus caricias al dejar de ser sentidas, el que dejaron
tus labios al dejar de ser saboreados. El vacío que inútilmente reemplazo con
tabaco. Pero la situación me supera, y la solución no está en los pequeños
cilindros anaranjados. Jamás podré llevar este tormento conmigo y carezco de
energía para continuar luchando. Por todo esto, quería que fueras el primero en
conocer mi decisión. Siempre tuya.’’
Con la cara larga releí la expresión de mi última
voluntad, plasmada en garabatos nerviosos en la página del noticiero.
No sin esfuerzo me levanté del suelo, y lo más
lentamente que pude caminé hacia la ventana. Con la ciudad a mis pies aspiré la
tenue fragancia nocturna, y dejé escapar un sonoro suspiro. Pensando en
Salvador, eché la última mirada al mundo. La primera sonrisa en una semana
floreció inconscientemente de mis labios.