domingo, 13 de mayo de 2012

La inspiración tardía


La luna ocultaba temerosa los lamentos ahogados del escritor, cuya frustración en aumento ganaba a cualquier sentimiento inspiratorio. Bloqueado, escupía chorros de tinta púrpura en aspavientos enloquecidos, creadores de trazos caligráficos ilegibles.
A pesar del dolor que sentía en su alma y del miedo que empezaba a congelar su corazón, no desistió en la búsqueda de ese destello mágico que era la inspiración. En tiempos mejores la solía encontrar pronunciando su nombre entre palpitaciones y reflejos de luz.
Tras vagar sin rumbo buscando lo incontrable, tuvo que desistir. Cerró los ojos y soltó un suspiro cansado. Se dispuso entonces a rendir luto en homenaje a aquellas obras que no deseaban salir y que jamás podrían nacer. Las enterró en la irrealidad del mundo inconsciente.
Una ardiente lágrima se escapó para sellar el funeral…
Sin embargo, a pesar de su dolor, no pudo evitar automáticamente alargar la mano y coger la pluma.
Como si ésta fuera una extensión de su propio cuerpo, la dirigió al papel. Escribía, concentrado, concienzudamente. La pluma era su cuerpo, la tinta era su sangre. Relataba, narraba sonreía.
El impulso creador vibraba y corría cual galgo recién puesto en libertad. Rozando cada centímetro de su piel en pequeñas descargas eléctricas. Reía a carcajadas, y asombrado por la insólita situación, contemplaba como filas de palabras se sucedían ante sus fascinados ojos.
Fluyeron los sentimientos a través de la pluma, arma desgastada pero eficaz, que bombardeaba con palabras los inertes papeles blancos. Vivas y nerviosas eran las letras expectantes a su turno, impacientes por explotar en versos, estrofas, poemas; recordando organizarse según el ensayo improvisado en el alma del poeta.
Son pues estos últimos versos los que Bécquer escribiría, los últimos hilos conductores a fantásticos mundos imaginarios. Mundos impregnados de metáforas que plasmaban la desdichada vida del escritor.
Desgraciadamente este soñador poeta, cazador de esperanzas, quedó dormido en los brazos de la muerte sin poder degustar previamente la fama que hoy cubre su recuerdo.

sábado, 12 de mayo de 2012

Salvador...mi general

Sus ojos brillaban orgullosos aquel lunes, en el aeropuerto, poco antes de partir.
Estábamos ambos nerviosos, y las múltiples sonrisas que intentaban ser tranquilizadoras, no hacían sino tensar más los lazos de angustia que oprimían nuestras gargantas.
Me aferré a sus fuertes brazos y su aroma envolvente me hizo olvidar momentáneamente las preocupaciones sentidas. La fuerza que necesitaba para afrontar el adiós vino enérgica al escuchar mi nombre de sus labios. Sus manos se enredaron en mis cabellos, acariciándolos con suavidad, mientras me perdía en sus fascinantes ojos turquesas. Las bocas tan cercanas hablaban amor, y nuestros alientos se buscaban con desespero, entrelazándose al pronunciar un ‘’te quiero’’ lleno de sonrisas.
El aviso de sus superiores  hizo que las últimas declaraciones románticas salieran apresuradas, medio ahogadas por el furioso viento del amanecer. Tras un breve beso en los labios, comenzó a alejarse. Los dorados rayos del Sol le enaltecían y su sombra se empequeñecía cada vez más. La última imagen de Salvador.
La recordaré con sacudidas en el combatiente encarcelado del amor que ahoga sus lamentos en latidos,  pensando que mi vida se desvanece y se escapa con él a Lorca.
 Sin embargo, el sonido de sus botas sobre la grava aún martillea mi alma. La conciencia me atormenta, cruelmente, en forma de horribles pesadillas. Esto era simplemente cobardía provocada por un mal augurio, que torturarme gustaba con un terrible y certero pensamiento: ‘‘Jamás beberé nuevamente de su mirar azul’’.
Fui cobarde al no querer suplicar su regreso…me dediqué a contemplar inmóvil cómo se escapaba de mi vida el hombre al que más he podido amar. Cómo marchaba a cumplir un destino que eligió y que yo sufro por consecuencia.

Y es por eso que ahora me hallo contra la pared, sentada, contra el mundo. Dando largas caladas al cigarrillo. En una triste habitación sin amueblar, alquilada hace apenas unos días en uno de los barrios más bajos de la ciudad.
La estancia estaba únicamente iluminada por una luna en cuarto creciente, que se colaba por una de las dos ventanas. Los cristales y los restos de comida que se acumulaban en los rincones eran mis únicos compañeros, y si acaso, los viejos periódicos amontonados en una alfombra raída, que me servía las veces de cama. Tenía en las manos un pequeño cenicero de porcelana; colmado de cigarrillos machacados y ceniza que tintaba mis dedos de gris. A los pies de la puerta cerrada con llave, una caja de pañuelos vacía servía de escondrijo al capital recibido por el testamento de Salvador.
Él siempre había sido un chico soñador. La gente de su alrededor solía reírse de los pájaros que tenía en la cabeza. Él prefería llamarlos sueños, fantasías, ilusiones…Cuando los cumplía era mi marido quien reía; mostrándole al mundo su característica sonrisa de medio lado.
Sueños productivos pero obsesiones peligrosas…que nadie pudo con ellas. Ni siquiera al casarnos las olvidó, ni por mí hizo ademán de abandonarlas. Egoístamente yo quise hacerlas desaparecer. No hablo de otras mujeres, aunque mi matrimonio no dejaba de ser compartido: la esposa de un comandante no tiene siempre toda la compañía deseada. A pesar de ello, siempre acepté sus sueños, porque le amaba, y aunque en múltiples ocasiones me costaba acatarlos, no podía hacer que renunciara a ellos.
¿Cómo robarle la ilusión a un joven que ya de niño, se probaba gorritas militares, que cubrían graciosamente sus inocentes ojitos?
Un niño que, desde muy pequeño, pasaba las horas muertas en la buhardilla, plagada de pequeños tesoros listos para ser descubiertos. Como los viejos soldaditos de batalla, que constituían su entretenimiento principal. Los alineaba para hacerlos desfilar sobre la polvorienta tabla de planchar. Rota por varios lugares, no hacía sino más divertido el ocio al ser aprovechados éstos como escondites estratégicos. No quedaban lejos su pequeña trompeta de juguete, con la que aprendía a entonar diferentes himnos militares y canciones de campamentos; y las medallas viejas regaladas por su abuelo, que contento lucía en su pecho de infante.
Orgulloso de su linaje y de su país, hubiese sido extraño que sintiera vocación de médico, abogado o profesor.
Lo peor sin duda eran sus desapariciones intermitentes en misiones y expediciones, en las cuales sufría sin poder remediarlo. Esta última a Lorca, socorriendo a los afectados por el terremoto, había ocasionado muchos sobresaltos a mi cansado corazón, derrumbado cada vez que una mala noticia salía en los telediarios.
Aún así mantenía la esperanza, y me deleitaba al pensar en que quizás nuestro amor flote aún en ese último amanecer que contemplamos juntos. Perdido entre la locura y la felicidad, allá lejos, donde mueren las estrellas…
Apenas terminé el cigarro y uno nuevo ya había asomado a los labios. El humo flotaba por la habitación cual niebla artificial, dándole un aspecto más deprimente a la sala (si aún existía dicha posibilidad). Era un vicio que me gustaba, aunque ya me estaba pasando factura. El cenicero, testigo y cementerio de cada uno de ellos, pareció sonreír al escuchar mis pensamientos.
 No podía controlar mis pensamientos persistentes en la idea de que dejé todo, por una vana esperanza que él me hizo creer. Dejé todo, por perseguir sueños que no me pertenecían. Dejé todo, y ahora no me quedaba nada.
Y aquí me hallo. Pudriéndome en la cárcel que supone mi vida. Ya iba siendo hora de aceptar la realidad tantas veces negada.
Sucedió el día de su marcha. Aquel odioso y maldito 3 de noviembre. Un despertar del sol que vino cargado de promesas de regreso que no se vieron cumplidas y mi esencia, vida, alma…fueron arrancadas de cuajo sin piedad.
Al igual que la muerte arrancó el soplo de aire fresco que era su aliento. Ese aliento que fue exhalado por última vez en la maniobra de rescate de un edificio ruinoso, viejo y de cimientos temblorosos.
 A pesar de las advertencias de peligrosidad y omitiendo los gritos que alertaban de la inestabilidad de la construcción; se internó en la penumbra de la cochambrosa edificación. Seguía ciegamente lo que su corazón sin juicio le dictaba.
El suelo temblaba bajo sus pies, pero lejos de emprender la retirada, se dejó llevar por el impulso abrasador que palpitaba en su pecho y aceleró sus pasos. Recorría con nervio las escaleras buscando posibles atrapados que las autoridades hubieran pasado por alto y  aguzó el oído al creer escuchar una voz ahogada por la lejanía. Esa fue su perdición. Cegado por rescatar al propietario de dicha voz, penetró en la vivienda del segundo piso, tirando la puerta abajo a pesar de los pequeños escombros que comenzaban a desprenderse del techo. Cuál fue su sorpresa al no encontrar a nadie en su interior; una televisión encendida era la causante de los sonidos.
Salvador no fue tan raudo en su retirada, la muerte corrió más rápida que él y lo atrapó para siempre en sus brazos.
Me veo aún con los ojos fijados en la televisión, incapaz de desviar la mirada y sin poder despegarla de la pantalla, aunque mi alma me gritó que lo hiciera  hasta quedarse afónica. Paralizada estaba, las palabras sin expresión se colaban en mis oídos, palabras de muerte que mi razón se negaba a interpretar. La fatídica noticia me llegó a través del telediario, mi Salvador no lo haría nunca más…
Mi enamorado corazón se paralizó unos instantes al rememorar a mi marido. Puñales de añoranza me atravesaron el pecho, mi alma tocaron y acabaron por fundirse en espinas que alojadas quedaron en ella. Respirar se hacía cada vez más difícil. Mis ojos inyectados en sangre y lágrimas tenían la muerte reflejada en ellos.
Temblando, alargué la mano para atrapar el periódico más cercano, el más arrugado y al que más temor tenía. A cada página que pasaba el llanto se intensificaba…nuevamente mi cara quedó marcada por ríos de dolor y maquillaje corrido.
Contemplé su esquela y mi corazón se olvidó unos instantes de latir.
 Lentamente deslicé una de mis manos hasta el bolsillo de mi falda y saqué un bolígrafo. Comencé a escribir en una esquina del papel:
‘’Mi amado comandante, no puedo aceptar tu partida sin retorno, tantas veces de tus labios prometido. No puedo continuar resistiendo aquí, abandonada por mantener devoción a un amor imposible…del que no encuentro correspondencia alguna. Mi amado Salvador, los lazos que nos mantenían unidos debieron quebrarse  en terrenos murcianos, pues únicamente el desconsuelo y la desgana pueblan mi ser. Al irte te llevaste mi guardián de latidos, que vida me insuflaba con cada uno de ellos. Vida que me dabas al estar junto a mí, pues desespero al no encontrarte y muero ante el deseo de en tu abrazo abandonarme. Me consumo progresivamente en un vacío infinito. El que dejaron tus ojos al dejar de mirarme, el que dejaron tus caricias al dejar de ser sentidas, el que dejaron tus labios al dejar de ser saboreados. El vacío que inútilmente reemplazo con tabaco. Pero la situación me supera, y la solución no está en los pequeños cilindros anaranjados. Jamás podré llevar este tormento conmigo y carezco de energía para continuar luchando. Por todo esto, quería que fueras el primero en conocer mi decisión. Siempre tuya.’’
Con la cara larga releí la expresión de mi última voluntad, plasmada en garabatos nerviosos en la página del noticiero.
No sin esfuerzo me levanté del suelo, y lo más lentamente que pude caminé hacia la ventana. Con la ciudad a mis pies aspiré la tenue fragancia nocturna, y dejé escapar un sonoro suspiro. Pensando en Salvador, eché la última mirada al mundo. La primera sonrisa en una semana floreció inconscientemente de mis labios.